domingo, 31 de enero de 2010

Los norteamericanos del manchego Antonio Heras

La relación de La Mancha con EE. UU. es muy antigua; por sólo hablar de tiempos recientes, arranca con Félix Mejía en Filadelfia; hoy hablaré sólo del profesor , poeta y novelista Antonio Heras Zamorano, de Malagón, miembro de un efímero Ateneo constituido en Ciudad Real y que recorrió el país de arriba abajo durante cincuenta años, llegándose a casar con una bibliotecaria, Evelyn; murió en California, en 1964.

Me he granjeado una colección de sus libros, reunida poco a poco a través de los catálogos de libros antiguos de la entrerred, quizá la más completa de las que pueden encontrarse aquí. Sus tres poemarios, de un simbolismo modernista tardío, merecen algún estudio; en cuanto a sus novelas, algo inorgánicas, azorinescas de estilo y contenido y barojianas de intención, la mejor es sin duda Vorágine sin fondo, publicada en el significativo año de 1936, por Espasa-Clape, donde aparece apenas enmascarada una crítica demoledora de la apatía y degeneración de una pequeña ciudad de provincias, Ciudad Real, descrita en el texto con el sombrenombre asaz juicioso de Villaplana. Describe muy bien el mecanismo de marginación y ninguneo, formas de miedo a saber y conocer, que se opera sobre uno de los protagonistas, el progresita doctor Dalmiro Foncerrada, el clericalismo beato, la hipocresía moral, la mediocridad y orgullo del señoritismo, por usar la palabra del contemporáneo Ortega y Gasset, de las clases medias o burguesas, y la propiamente esclava y sin salida situación de la mujer; en algunos personajes se reconocen seres reales, como don Inocente Hervás y Buendía, etcétera. La fecha de publicación explica sin duda que no haya gozado la atención que este libro sin duda merecía: los españoles se estaban dedicando a tareas más estúpidas que leer libros. En cuanto a sus cuentos, algunos autobiográficos, otros de carácter más exterior, son quizá lo mejor de su producción: los catorce trabajos de Andanzas y divagaciones. Sorprenderá saber que en el viejo, lapidado y monjil Instituto Santa María de Alarcos que tengo delante de mi casa, conoció al gran musicólogo catalán José Subirá, que fue su amigo de muchos años y lo introdujo en el mundo periodístico madrileño. Heras dedicó dos libros a estudiar el caso norteamericano; el origen de estos títulos son unas "Cartas americanas" que empezó a publicar en Vida Manchega y continuó más tarde en El Imparcial de Ricardo Gasset y La Voz de Madrid; estas cartas fueron el tronco de sus dos libros sobre los Estados Unidos, De la vida norteamericana (impresiones frívolas) y De Nueva York a California. Como discípulo de Azorín, tal señaló su amigo, el gran poeta y crítico literario chileno Arturo Torres en las páginas de La Gaceta Literaria, y en especial el unamuniano Santacruz, (un hombre que llegó a prever la Guerra Civil en un profético escrito periodístico publicado una semana escasa antes del 18 de julio), su análisis es muy impresionista; sin embargo a mí me parece valioso, porque su sensibilidad calaba a veces hondamente. Percibió el gran nihilismo y la gran soledad que se oculta en los huesos de los norteamericanos. Algunos de sus artículos, como "Los desaparecidos", "Los desorientados", "Una tertulia en Hollywood" y otros lo demuestran. Los norteamericanos se han educado en un país donde la pretensión a self made man termina por despojar a los seres humanos de sus conexiones humanas: el volcarse a la acción y al éxito material transformó a los estadounidenses en seres errantes y vacíos, que andan por todas partes descolgados y muy solos; de ahí su aprecio fanático a la bandera de su país, cuyas estrellas no forman constelación alguna, y a cualquier forma de asociación que les haga sentirse partes siempre discordantes pero hacendosas de un grupo. Es un fenómeno parecido al de Alemania y Japón, grandes naciones también sometidas a formas de represión institucionalizada muy fuertes, sea por la ética protestante, sea por la ética Tokugawa.

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