miércoles, 20 de marzo de 2013

Entropía y ubi sunt?

Conviene de cuando en vez contemplar allí donde los ojos vuelven de vacío, "hacia la infinidad buscando orilla", como decía el capitán Francisco de Aldana, anagrama de La Nada, antes de perderse en el desierto con el rey don Sebastián. "Entró al desierto sin cerrar la puerta", diría Gerardo Diego. Es preciso ser sensible a la muerte para poder sentir la belleza de la vida: carga las pilas. Pero nosotros vamos por ahí llenos de vacía indolencia, creyéndonos sin destino, en medio de un oscuro Egeo entretejido de islas consteladas y archipiélagos de estrellas, cuando vemos súbitamente el fanal faro que con su guiño advierte de los dientes del arrecife, que puede ser una enfermedad propia o la pérdida de un pariente o amigo. Entonces con ese golpe sentimos que lo único que tenemos que perder es todo y es la vida. 

Y sin embargo, más que pasar el tiempo, pasamos del tiempo, con lo que nos sobrepasa: nos aburrimos y aburramos como si la vida no fuese algo mejor; y con nuestra sustancia, que es el tiempo, hacemos pajaritas de papel o de palabras, hacemos arte o incluso el amor, pero todo son burbujas de un barco que se hundirá lenta y fatalmente como un Titánic rajado lateralmente por la hoja de cuchillo de un iceberg; Heidegger comparaba la fuerza persistente del tiempo con la de la gravedad; lo dijo el Dante: e cade cuomo un corpo morto cade; al centro de todo lo que somos caería toda nuestra galaxia de giro enloquecido, a un agujero negro, un maëlstrom ciego que nos engulle como se zampa un espaguetti.

Muchos andan descalzos por el filo de esa navaja buscando drogas del riesgo para sentir que existe realmente esa cosa incolora, inodora, insípida, sin forma ni significado que es la vida, hecha con hidrógeno y oxígeno, como los ríos, o un poco más. Otros intentan darle letra a esa música, como yo mismo y otros que escriben. Pero nada hay tan vulgar o repetido como un segundo de tiempo: cada uno se parece al otro siguiente como un grano de arena a su gemelo en ese desierto árido que es existir o consistir todos los días; nada puede hacerse con ese puñado de fugaces instantes de arena sino un montoncito, apenas una pirámide, que, después de todo, solo es una tumba, una duna cristalizada. Nada nuevo hay bajo el sol, dijo, dice, dirá el Eclesiastés. Y yo lo repetiré, otra vez, pues la verdad es lo único que no puede repetirse: solo una vez es todo verdadero, ha dicho, dice, dirá Feuerbach. Pero la verdad se descompone en tiempo, el universo se enfría como un cadáver: "Desatando se va la tierra unida", escribía Góngora en un ocaso que él llamaría crepúsculo; y Quevedo, que terminó por apreciar al poeta cordobés: "Devanan sol y luna noche y día / del mundo la robusta vida". Y Giacomo Leopardi, que envidiaba a los muertos como si ya hubiese habido una guerra atómica en el siglo XIX (solo había habido la invasión napoleónica de Europa, primero de los grandes trastornos mundiales), escribe en su Palinodia al marqués Gino Capponi:

La natura, crudel fanciullo invitto, / il suo capriccio adempie, e senza posa / distruggendo e formando si trastulla

"La naturaleza, cruel niño insolente, / su capricho realiza y sin descanso / destruyendo y formando se entretiene". Y en esa cadena evolutiva,  "el tiempo que nos hizo, nos deshace", prolonga, repite y sentencia Octavio Paz. Nadie es sino un somos: cada grano de arena y de tiempo es un yo, una conciencia, un bit de información que se va disolviendo y disgregando con la erosión de lo que los científicos llaman principio de entropía y los humanistas tópico del ubi sunt?, presentes sucesiones de difunto o negro luto de los rastrojos quemados por Miguel Hernández en su elegía legendaria.

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