jueves, 25 de agosto de 2016

Proyecciones

Me he quedado sin energías. En teoría tendría que haber escrito mucho este verano: terminar obras anteriores (como mi edición de las Obras de Almenara, aún falta de notas y un último repaso y mi Biografía de Félix Mejía o mi edición de su Jicotencal) o seguir con las que he empezado (los Retratos políticos de la Revolución de España y la Vida de Fernando VII). Hay dos artículos además que tengo en el tintero: aquel en que demuestro la autoría de las tres obras anteriores para el escritor decimonónico ciudarrealeño F. Mejía y otro casi concluido en que edito sus Comentarios a la Constitución de 1812. También tendría que despachar alguna de las cuatro novelas que tengo empezadas (El danés, sobre todo, que tanto admira mi hija mayor, pero también la policiaca, la histórica y la autobiográfica) y escribir más poesía y teatro (qué pena haber perdido el original de mi pieza cómica para niños), pero eso exige unos años de vida de que creo no disponer y unas ilusiones y ambiciones de que ya carezco. Mi única intención (la voluntad ya me cuesta más trabajo) ya es solo no aburrirme, no sufrir... si no son la misma cosa. Es poco lo que me contenta; antes era la escritura; ahora viajar. En mí, no sé por qué, ambos elementos se conectan de un modo raro: si hago un viaje el contacto con lo extraño me hincha la literatura y no puedo parar de escribir. Este texto, por ejemplo, es curioso, se debe a un desplazamiento de apenas quince kilómetros que hice ayer. Este género de estímulos funciona también en las vísperas de mis preocupaciones: me cargan el subconsciente inflándome la inspiración. Por ejemplo, el curso va a comenzar en septiembre y esta idea también me agita.

Este verano he perdido peso, me he interesado activamente por la política, me he leído y le he quitado las erratas a las mil páginas de la Biografía de Nicolás Díaz Benjumea y otro opúsculo de Joaquín González Cuenca (gran cocinero, por cierto) y he revisado la segunda edición de la edición de José Moreno Berrocal y yo mismo de la Autobiografía de Juan Calderón, que imprimirán en diciembre, así como de algunos de mis poemas; uno incluso podría decirse que me define (bastante); escribí, me pagaron y me imprimieron una biografía de Manuel José Quintana, a quien con ese motivo he tenido que releer. También hay por ahí un nuevo puñado de artículos y he ordenado algo mi blog. Me he inflado, como siempre, a leer periódicos y tomar cafés. He seguido reuniendo libros raros (el último, Ellos y nosotros (1937), una apología del fascismo del canónigo magistral de Ciudad Real Juan Mugueta) y he charlado algo conmigo mismo (esto, por ejemplo, es algo parecido); me he leído además tres o cuatro libros. Nada más. Estoy mejor de salud, pero por las noches me acongojo (el aburrimiento y el sufrimiento, decía). Por lo menos mi mujer está más recuperada y le van a dar el alta. Las nenas siguen su marcha hacia lo mejor; ojalá lo tengan más fácil que yo, pero son inteligentes y valerosas y solo la mala suerte podría obstaculizar su camino; nunca hay que subestimar a la mala suerte. Pero miento: también hay otra cosa que puede obstaculizar su camino: que son demasiado buenas personas. No es esa ventaja que luzca en un mundo como este y sobre todo en un país como este.

Hace tiempo que no hablo de mí mismo. Entre otras cosas, porque me considero bastante finiquitado. Me he deteriorado físicamente con gran celeridad: he sumado dos achaques más a mi colección: ahora soy un diabético tipo dos y sufro una dolorosa artrosis de columna. Mi insomnio se ha agravado y la circulación de sangre por mis piernas y pies deja bastante que desear. Me canso más fácilmente. En suma: me he gastado bastante; en parte por culpa mía: no me cuido. Mis hijas me recuerdan que su deseo es que les dure más tiempo. Pero es difícil ser infiel a mis asquerosas rutinas. Lo intento, pero esa es la peor de las adicciones: la rutina. De ahí que me gusten tanto los viajes y los cambios, como decía.

Ayer celebramos en familia nuestras bodas de plata. Ha sido difícil reunir a un rebaño tan disperso; queríamos cenar en un restaurante con terraza de Peralvillo, pero abren cuando les da la gana, a pesar de que dicen en Internet que siempre están abiertos. Luego nos fuimos al Dos caminos, que está en la carretera a Aldea del rey, pero no lo encontramos. Al final terminamos comiendo en La Parada, cerca del Hospital general.

Del viaje a Peralvillo me quedo con el letrero que avisa del peligro de atropellar nutrias que cruzan y un camino que me quedé con ganas de recorrer. Volveré allí y lo seguiré como si fuera un Robert Frost o un Antonio Machado. También quiero ver la nueva película de Star Trek: quien es friki de joven lo es de viejo también.

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