miércoles, 14 de septiembre de 2016

Cuando aún había ballenas

Nietos míos (dejadme que os llame así mejor que trastaranietos o bichoznos), yo viví en unos tiempos en que aún había ballenas. Ahora no os las podéis imaginar, pero eran los animales más grandes del mundo y vivían en el mar sin hacer daño a nadie. Era hermoso ver los altísimos surtidores que levantaban sus suspiros en el aire; pero las cazaron para hacer perfumes y desaparecieron. Y también había en la tierra grandes elefantes y jirafas. Los elefantes usaban nariz como una mano y eran muy inteligentes, aunque sus vistosos colmillos y los matarifes adinerados del mundo, ansiosos de adornar sus paredes, los abocaron a la extinción. Decían que las corporaciones podían crear ballenas y elefantes virtuales en todo semejantes que originaban menos gastos, por lo que podían extingirse sin perjuicio. Esto ocurría cuando el mundo no era económico.

Entonces la humanidad no había tenido que abandonar los trópicos cuando se alcanzaron allí temperaturas de cincuenta y cinco grados; ni siquiera se había derretido la Antártida convirtiéndose en el negocio que es hoy, ni habían desaparecido Holanda y Florida y la Amazonia no era ya un arenal desierto. Tampoco se habían superpoblado Siberia y Canadá. La gente era libre y no dependía del subsidio de las Grandes Corporaciones. No había necesidad de ahorrar para costearse la seguridad social o alcanzar la longevidad suprema, como hacen los ricos, pues en esa época el setenta por ciento de la población aún no se mantenía con el salario mínimo básico o reciclando la basura del excesivo siglo XX, como ahora, cuando se ha reducido a la mayoría de la gente a formato digital. Incluso se podía protestar porque los estados no habían sido adquiridos por los tratados corporativos y el voto servía de algo; no había censura y la gente daba su opinión sobre todo lo que se quisiera en los papeles antes de que dejaran de usarse; todo el mundo podía llevar armas, no solo los que protegen al propietariado, y viajar en máquinas que quemaban (no es broma) una especie de sucedáneo energético, aceite de piedra, creo que lo llamaban, que entonces había. Turismo, lo llamaban. Ahora que no podemos movernos sin interruptor-permiso, vosotros, nietos míos, que solo habéis visto una vez las afueras de la ciudad, cuando os dieron licencia y clave para acceder a la imagen en pantalla, tal vez algún día las podáis contemplar en persona o incluso bañaros con agua salada de verdad, si os dan permiso para abandonar la inmersión virtual que os tiene confinados en estos treinta metros cuadrados y podéis alquilar un cuerpo subclavicular durante el tiempo necesario.

Sé que ahora no podéis entenderlo, porque cuando nacisteis os implantaron el móvil directamente en el cráneo así como tres tomas de audiovídeo y datos actualizados para las ilusiones del soporte vital que antiguamente llamábamos Mundo, pero cuando yo vivía la vida se gozaba directamente, a través de los cinco sentidos, y no eléctricamente a través de fibra de vidrio y conocer la Historia tenía sentido. Cuando se recicló el papel de todos los libros y se guardó el conocimiento en el Museum global, ya fue imposible que cada uno se buscara por sí mismo modelos para ser persona y solo quedaron los modelos de referencia implantados por las corporaciones nacionales, pero era hermoso sentir el viento y el sol en la cara y no impostaciones repetibles y diseños aleatorios, como ahora. La libertad no era entonces un sueño...

(Carta sin firma encontrada junto a la cisterna de descongelamiento 32957. El individuo de la misma no ha aparecido; se cree que se arrojó o cayó sin darse cuenta por una de las tolvas de la planta de desechos)

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