domingo, 18 de septiembre de 2016

El periodismo alemán del siglo XX

Luis Meana, "Las estrellas del «Feuilleton» alemán, de Karl Kraus a Thomas Mann, de Zweig a Joseph Roth. Talentos de la cultura en alemán de los siglos XIX y XX protagonizan «La eternidad de un día». Antología con luces y sombras", El País, 6/08/2016

En España, la cultura que ha dominado los cielos como una estrella polar, imponiendo estilo y canon, ha sido, al menos desde la Enciclopedia, la francesa. Frente a ella, la alemana ha sido una cosa esotérica para frikis teóricos. Claro que sobre esa vistosa cultura francesa ya indicó en su día quien la conocía mejor que nadie, Madame de Staël, dónde estaban sus oquedades. Por cierto, de Madame de Staël se ha publicado, hace unos meses, un libro recomendable como lectura de verano: «La literatura y sus relaciones con la sociedad» (Berenice).

Tan atrevida mujer estableció en su magistral «De Alemania» comparaciones relevantes: «El estudio y la meditación han sido llevados [en Alemania] tan lejos que puede ser considerada la patria del pensamiento»; «el espíritu de sociedad ejerce allí muy poco poder, el imperio del buen gusto y el ridículo como arma social no tienen influencia. La mayoría de los escritores y pensadores trabajan en soledad...». O también: «En Francia todos aspiran a merecer la frase de Montesquieu sobre Voltaire, “tiene más que nadie el espíritu que todo el mundo tiene”». Diagnóstico que corroboró unos cien años más tarde el mismo Nietzsche en un escondido aforismo: «Yo me aburro en Francia porque allí todo el mundo es como Voltaire. Voltaire o el antipoeta, el rey de los papanatas, el príncipe de los superficiales, el antiartista, el predicador de los conserjes».

Tres galaxias

Ese universo inmenso de la cultura alemana –o para ser más exactos, de la cultura en alemán– está formado por tres galaxias distintas que, a veces, se cruzan y se solapan en el espacio. La primera, la más alta, y también la más conocida, la forman sus grandes creadores: poetas, escritores, filósofos y compositores. Ahí están Leibniz, Kant, Herder, Fichte, Hegel, Schopenhauer, Marx, Dilthey, Nietzsche, Heidegger, Goethe, Schiller, Hölderlin, Bach, Beethoven, Mozart, Schubert, Kepler, Planck, Einstein, Kafka, Thomas Mann, Rilke, Musil..., por citar a los más afamados. La serie se podría seguir multiplicando hasta lo verdaderamente sobrenatural. Este universo no merece mayor explicación porque todo el mundo lo conoce.

La segunda galaxia, mucho menos conocida pero no menos importante, la forman los llamados «Gelehrte». Palabra difícilmente traducible que señala a los grandes académicos sabios, a los eruditos magistrales, a los más puntillosos especialistas de todos los géneros y saberes. Personas que lo han leído todo, que lo han desentrañado todo, y que interpretan el mundo con minuciosidad y sabiduría enormes.

Esta galaxia es mucho más grande que la anterior, el número y calidad de esos «Gelehrte» es casi tan infinito como el universo, y ese fenómeno no tiene prácticamente semejanza, ni en dimensiones ni en nivel, en ninguna otra cultura. En esta galaxia viven hasta hoy muchos nombres famosos: Baumgarten, Lichtenberg, Weiland, Lessing, los Grimm, los Schlegel, Zeller, W. Jäger, Seeck, C. Schmitt, Kelsen, Kantorowicz, L. von Wiese, Meinecke, Deussen, J. Burckhardt, Weber, Troeltsch, Tönnies, Sombart, Cassirer, Cohen, Vaihinger, Löwith, Ritter, Adorno, Gundolf, Gadamer, Arendt, Lukács, Koselleck, Blumenberg…, por citar nombres muy conocidos. Pero hay muchísimos más, menos conocidos, y todos juntos forman el humus del que sale casi todo.

Queda una tercera galaxia, la de los llamados «Feuilletonistas», es decir, escritores, críticos, satíricos, periodistas o autodidactas que escribieron en los periódicos, en el «Feuilleton», gloria de la prensa alemana que sobrevive, con total vitalidad, aún hoy. El «Feuilleton» no es puramente la sección cultural de un periódico. Es un híbrido de información, críticas, narraciones breves, sarcasmos, poemas y reflexiones. En su origen, la palabra, y la idea, tiene que ver con el nacimiento en los periódicos de una especie de faldón inferior –«bajo la raya»– donde se fueron «recluyendo» los «sobrantes», por no decir los «desperdicios»: los anuncios teatrales, las novedades literarias o distintos productos ofertados. Como dijo Franzos, es el «piso bajo del periódico».

Entre Berlín y Viena

El «Feuilleton», como hijo de la Revolución francesa y del periodismo moderno, es el lugar donde el ciudadano de a pie tiene la oportunidad de encontrar lo «raro», las narraciones novedosas, las críticas aceradas, el mejor humor, los análisis curiosos, o de enterarse de actualidades o emergencias editoriales o sociales. El «père» del «Feuilleton» es, según Balzac, Geoffrey.

Ahora, un libro de Acantilado, «La eternidad de un día», con prólogo, selección y traducción de textos de F. Uzcanga Meinecke, nos ofrece una antología de ese mundo amplísimo del «Feuilleton» alemán y nos acerca a sus grandes figuras: al universo inmenso de escritores, críticos, periodistas y talentos de todo tipo de esa crítica cultural que atraviesa los siglos XIX y XX.

Esa cultura del «Feuilleton» alemán tiene dos grandes centros: Berlín y Viena. Los dos miran, de reojo, a París. Podría añadirse que un polo es masculino, Berlín; el otro femenino, Viena. En ambos nos encontramos con el mismo milagro: la cultura burguesa (preferentemente judía) que habla y escribe en alemán, y que marca probablemente el cénit de la cultura de masas occidental. Nada puede entenderse de Alemania sin entender esa cultura vienesa o berlinesa.

Procede hacer aquí un brevísimo excurso sobre un librito recién publicado: las entrevistas a George Steiner recogidas en «Un largo sábado» (Siruela). Obra conmovedora y maestra que explica lo que fue interiormente ese mundo del judaísmo culto centroeuropeo, arrasado y gaseado por los grandes bárbaros de la modernidad. Ese libro diminuto retrata, como muy pocos, la sabiduría de aquellas familias burguesas alemanas, judías o no judías, que crearon una edad de oro de la que Steiner es el último testigo de gran nivel, y que fue arrasada por un terremoto político casi inimaginable que trajo tragedias, sufrimientos y crueldades indescriptibles.

Son varios los autores del libro de Acantilado que sufrieron ese destino trágico. Otros conocieron las crueldades y desgarros del siglo XIX. Lo que tampoco extraña. El «Feuilleton» llevaba y lleva, en su misma naturaleza, dinamita. Como dijo un conocido especialista, «el ensayo se escribe sobre algo, el “Feuilleton” con motivo de algo». Y ahí está uno de sus riesgos: ser un resorte de las emergencias de la actualidad. Como demuestra la vida misma de su estrella más deslumbrante: Heine. Experiencia que se repetiría decenios más tarde con otra de sus mayores luces: Karl Kraus, crítico acérrimo de Heine.

La inmortalidad del momento

El «Feuilleton» es «sismógrafo» de la época. Expresa la inmortalidad del momento. Así que es el sitio donde chirrían, por rozamiento y calentamiento, lo efímero y lo inmortal, la mundanidad y la abstracción, lo trivial y lo transcendental. Lo recoge muy bien una frase sobre L. Speidel que se puede leer en el libro: «Escribía para el día como si lo hiciera para la eternidad». Por eso es el sitio de los demonios. Y lo fue, queriendo o sin quererlo, casi siempre, situado en medio de las «grandes marejadas» de la Historia alemana del XIX y XX. Cosa que se ve, aunque sólo sea de refilón, en el libro. Que, por supuesto, no llega en sus dramas al nivel verdaderamente trágico de la famosísima antología de K. Pinthus de 1919 sobre los poetas y artistas expresionistas, donde no hay más que vidas deshechas.

Como conflictiva y explosiva es otra naturaleza del «Feuilleton»: la acrobacia, pues es una acrobática del lenguaje. Y, por serlo, es el sitio de la forma y del estilo, y un lugar para el «narcisismo» literario: esbozo, requiebro, silueta, «capriccio». En él, el espíritu se relaciona con el mundo a través del «pointe», la agudeza, la coquetería culta, las antinomias triviales, el escepticismo descreído o la seducción de lo instantáneo.

Como dijo Hofmannsthal, el «Feuilleton» es una «cosmovisión abreviada». Puede decirse lo mismo de forma aún más atrevida: es una tertulia de café por escrito. Es la traslación de la tertulia literaria a las páginas del periódico, es llevar a la rotativa el comentario venenoso, la polémica, el chascarrillo, la anotación erudita, el chiste o el sarcasmo de las tertulias de café. Por decirlo con lenguaje de hoy, la primera «digitalización» de los viejos cafés.

Precisamente por todas esas cosas explotó el historiador Treitschke, quien lo fulminó: el «Feuilleton» es mera forma. Pero la cultura alemana no es forma, es contenido. Y añade: eso es Lutero, el contenido, o, dicho más crudamente, las luchas internas de la conciencia. Y eso nada tiene que ver con los virtuosismos literarios. La virtuosidad de la forma es cosa francesa. El alemán es virtuosismo de contenidos. Por tanto, el «Feuilleton» es, en su esencia, «no-germánico», afrancesamiento innecesario y vacío.

Un rizo en una calva

Por la misma razón explotó también K. Kraus, un acérrimo «antifeuilletonista», que lo encontraba frívolo y creía que mataba la profundidad alemana. Así que lo despachó con una demoledora frase genial: el «Feuilleton» es como «rizar un rizo en una calva». También Musil estaba en contra de todo eso, como asegura en sus «Diarios», donde llega a decir que se avergonzaría de verse incluido un día entre los «Feuilletonistas».

Esa «trivialidad» afrancesada la recopila ahora para el lector español el libro de Acantilado. Es un amplio recorrido por las «estrellas» del «Feuilleton», aunque la selección de nombres genera alguna duda. No están todos los que son, aunque están la mayoría de los que tienen que estar: Börne y Heine, Fontane, Bahr, Hofmannsthal, los Mann, Zweig, Benjamin, Musil («malgré lui»), Benn, Roth, Tucholsky, y, por supuesto, el irreductible K. Kraus. Algunas ausencias resultan, sin embargo, no del todo comprensibles: G. Büchner y H. Broch, por ejemplo. Y alguna más.

La selección de textos genera asimismo dudas. En bastantes casos, otros textos podrían reflejar mejor la importancia y el valor literario de esos mismos autores. Es lo que se hizo en otras antologías alemanas (por citar dos, la antigua de Hans Mayer, o la más moderna de Gotthart Wunberg sobre el fin de siglo). Seguramente, la selección de textos del libro de Acantilado está condicionada por dimensiones, costes u otras razones defendibles. Y puede entenderse. La pena es que quedan fuera textos de mayor maestría, más significativos y representativos de lo que fue el «Feuilleton». Un par de ejemplos: el texto insípido de W. Benjamin cuando hay miles mejores. O el de Kraus, bastante convencional, cuando sobran los pintiparados.

Pero, al margen de todo eso, en el libro pueden encontrarse piezas buenas y hasta extraordinarias: la de Zweig sobre la filosofía del viaje (mucho antes de Enzensberger), con su distinción entre «viajeros» y «viajados», y su queja por la desaparición del dios del viaje que es el azar. O la maravillosa, por crítica, aguda y sarcástica, descripción del Café Central de Viena de A. Polgar, y más todavía, su pieza casi insuperable sobre el folletín vienés, una anticipación de los grandes análisis de Broch sobre la vacuidad y frivolidad vienesas. O el texto de Auburtin sobre el «Feuilleton», donde encontramos la aparición, casi estelar, ya en 1922, de la palabra más maldita de la Historia alemana reciente, crematorio, lo que puede valer como prueba del olfato premonitorio de los «Feuilletonistas». O los hermosos textos del gran J. Roth, la miniatura preciosa titulada «Llegada al hotel», o sus reflexiones sobre esos «escritores del siglo» que tienen la capacidad especial de captar la «atmósfera del presente».

La gran tragedia

También el quejoso «Summa summarum» de G. Benn, con sus sarcasmos sobre el dinero que da la literatura (unos irrisorios 975 marcos de 1926 por 15 años de artículos). O también el texto de Egon E. Kisch titulado «Escríbelo Kisch», una narración realísima y terrible sobre la vida –y la muerte– en las trincheras de la Gran Guerra, una descripción descarnada, hiriente y sangrante de las interioridades reales de las guerras según las iba registrando en su diario.

En definitiva, las palabras nos ponen, una vez más, ante la gran tragedia. Ante la monstruosidad que aniquiló aquella gran cultura burguesa, aquel patrimonio riquísimo de Europa que se perdió para siempre. Sobre el túmulo, dolido, de esa gran cultura podríamos poner la inscripción que A. Kuhn, uno de los autores de la antología, propone para explicar lo que hicieron aquellos chacales: «Ejecutada por caníbales que llevaban a Kant en la mochila».

«La eternidad de un día. Clásicos del periodismo alemán (1823-1934)». VV.AA. Ed. de Fco. Uzcanga Meinecke. Acantilado, 2016. 20 euro

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