viernes, 10 de noviembre de 2017

Postales desde la muerte

Cuando mi padre compró un piso para vivir con lo que le quedaba de su familia el anterior propietario se había llevado ya todos los muebles y solo había dejado una bolsa de plástico con un curioso contenido que no quiso, no pudo o se olvidó de llevar. No volvimos a verlo, pero yo, que tengo la curiosidad de los gatos, y hasta una poca más (aunque la curiosidad los suela matar, siempre les quedan seis vidas más) husmeé en el saco y descubrí una historia conmovedora.

Había una colección de postales dirigidas a su novia por un joven que estudiaba ingeniería en Madrid poco antes de la Movida ochentera. La novia vivía en Ciudad Real y el novio, instalado en un colegio mayor, le enviaba regularmente siempre una postal distinta de cada rincón de Madrid para demostrarle regularmente que seguía acordándose de ella. Formaban una secuencia narrativa; poco después se casaron, y ella tuvo una hija. La historia terminaba con una larga carta desde Lourdes. Me enteré por ella de que la muchacha había contraído cáncer. Ya no había más cartas.

Ese joven ingeniero era el propietario de la casa, y se había vuelto a casar. Me las arreglé para devolverle esas postales a él y a su guapa hija; este inesperado regalo le dolió un poco; había querido dejar atrás esa etapa atrás junto a la casa en que vivió apenas unos años con su primera esposa. No destruyó sus recuerdos, simplemente los dejó en un lugar donde seguramente desaparecerían. Pero no ocurrió así: soy incapaz de dejar que los escritos se destruyan. Pero esta historia me ha venido a la mente por algo que me ha pasado hace poco.

Volvía al trabajo y noté que al lado de la acera había un contenedor lleno de cascotes; seguramente estaban haciendo algún tipo de obra en un piso de esa calle. Como siempre paso por ella me fijo en cualquier novedad que altera el aburrido paisaje cotidiano, y noté que en el contenedor había también una serie de postales y una bolsa. De ella asomaba además un vistoso misal y varios libros. Como no soporto que la gente tire escritos a la basura, los recogí. Tres pertenecían a un curso de inglés y formaban una gramática, una antología de lecturas y una serie de ejercicios. Se los regalé a un alumno mío al que le podrían beneficiar. El resto era un misal y una agenda. 

Las postales describían los viajes de una muchacha manchega que vivía en una céntrica calle durante los años setenta y ochenta; pero la agenda era más interesante. Tenía consignada toda la vida de una señora que debía pasar ya los noventa y seis años (1921), seguramente fallecida, por lo cual se deshicieron de ella. Su letra, su orden, su pulcritud me hablaban de una persona recta y equilibrada. Tenía dos fotos de su familia: una antigua a blanco y negro y otra más moderna a color. Tuvo siete hijas y un hijo, y anotó escrupulosamente todos sus datos biográficos: cuándo nacieron ella y su marido, cuándo matrimoniaron (1951), cuándo vinieron sus hijos (de 1953 a 1965), cuando se casaron los tres que lo hicieron y también las fechas de nacimiento de los dos nietos que llegó a conocer, así como cuándo fallecieron sus propios padres. Guardaba una foto también en persona de su único hijo, estampas de la Virgen y una fotocopia de su carnet de identidad. Entre las direcciones había algunas de parientes y hoteles en Madrid, y diversos teléfonos. Y una alusión a los discos de canciones de alguien a quien conozco, el sacerdote de Villamanrique Alfonso Luna Sánchez, que hoy es monseñor y vive en Roma como otro manchego, el superior de los teatinos (y gran poeta) Valentín Arteaga, quien, por cierto, apareció en uno de los programas de Españoles por el mundo. Quizá tendría que hablar un poco de estos (y de un jovial y amable poeta leonés afincado en Ciudad Real, del grupo Guadiana, el salesiano Santiago Martínez Álvarez). Los libros de este último, con su estimulante carga de humor, deberían ser más conocidos.

El misal contenía unas cuantas estampitas, pero también dos importantes reliquias de Martín de Porres "Fray Escoba": una era una medalla con reliquia y otra un trozo con un reducido lienzo de tela que había tocado su cuerpo. Era un misal bonito, encuadernado en cuero, con grabados magníficos, impreso en Barcelona en los años sesenta. Dentro contenía un recordatorio de una monja que había consagrado su vida a atender a los sacerdotes; al final enfermó y murió estoica y cristianamente consagrando su vida a ese propósito.

Me sentí muy afectado por todo esto; es como si hubiera conocido a estas personas de toda la vida; pero esta vez ha pasado más tiempo y la cuestión que me planteo ahora es si tengo que devolver estos recuerdos a una gente que los quiere perder. Esos escritos, esas fotos, esas postales estaban allí, en el abandono o en la basura por algo. Porque la gente no quiere sufrir más y desea vivir su propia vida; la memoria es un anclaje que no deja mirar al futuro. Tal vez esos recuerdos estaban ahí para que yo escribiese esta nota o tal vez yo era el destinado a quedarme con estos recuerdos. Tal vez hubiera tenido que seguir mi camino y meterme en mis propios asuntos ¿Ustedes qué opinan?

Recuerdo cuando murió mi padre. Se entretenía haciendo maquetas de todo tipo de iglesias. Creo que siempre quiso ser arquitecto; de niño hizo una maqueta impresionante de una casa que llevaron a una exposición, pero quedó en segundo lugar: el premio se lo dieron al hijo de un cacique. En aquella época no había becas para hacer estudios de arquitectura, y menos para un hijo de familia numerosa; mi padre se resignó; bastante bien se colocó en Telefónica. Cuando murió, decía, me encontré su casa llena por doquier de maquetas que no sabía donde meter. Tuve que tomar una decisión drástica: las tiré casi todas y solo me quedé con una, la mejor. Ahora ni siquiera sé donde está.

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